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viernes, 5 de agosto de 2022

Amanece Metrópolis

 


Amarres

  No había luz, ni pasadizo, ni película con fotogramas a alta velocidad, ni seres esperando que me uniera a ellos en su eterna felicidad o martirio. Pero sí ingravidez y ligereza. Y la oportunidad.

  Y la aproveché, era la última. Recordé aquel sueño vívido con el que mi abuela dulcificó su partida y amortiguó mi dolor y quise hacer el mismo regalo a Sandra. Ella era valiente y sabría apreciar el gesto. Así que antes de volatilizarme del todo me acerqué a su almohada y  le susurré al oído lo mucho que la quería y que debía seguir adelante con su vida. Me despedí asegurándole que estaba en paz y le agradecí aquellos años de amor compartido. Sentí que su vello se erizaba y que sonreía en sueños: supe que me había escuchado.

  Me disponía a partir guardando aquella hermosa imagen de mi mujer dormida, cuando un hombre entró a la habitación por la ventana y se acercó a ella. Me resistí a la fuerza que tiraba de mí hacia arriba. La despertó y, haciendo caso omiso a mi cuerpo inmóvil y sin vida, la abrazó y se besaron en los labios. Ya no había ingravidez ni ligereza: sentí una ebullición pesada que me arrastró hacia el suelo. Entonces me fijé en el frasco vacío de somníferos en la papelera, los restos de leche de mi vaso y la indiferencia con la que Sandra y aquel desconocido comenzaron a desnudarse y  acariciarse a mi lado, sin imaginar que mi sueño, más que profundo, era eterno.

  Noté que las fuerzas que me arrastraban fuera de allí y las que me mantenían furioso junto a esa cama se habían igualado. Fue entonces cuando me convertí en lo que soy ahora. No sé cuál es el término correcto: un alma atormentada,  un fantasma atrapado en el limbo, un espíritu vengador. Da lo mismo. Sé que solo podré descansar cuando haya taladrado el oído de Sandra  un millón de veces con la última palabra que me hubiera gustado gritarle.

 

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