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martes, 30 de agosto de 2016

El legado de Gabo

Dibujo de Celtia Martín


Designios inescrutables
   A Ramiro la desidia no le dejaba vivir. Mientras su madre aún gobernaba la casa con mano práctica al menos comía con regularidad y mantenía una mínima higiene, aunque no lograra conservar ningún trabajo.
   Pero cuando ella, cansada de la realidad, se evadió por los laberintos de su mente, fue el fin.
   Ramiro no era capaz de alimentarla y asearla, así que una tarde de verano, en un arrebato de lucidez, se coló por el desagüe de la ducha intentando aliviar su pestilencia. Celebraron el funeral en el río tras calcular que el cuerpo pasaría flotando junto al embarcadero sobre las doce del día siguiente, como así fue.
   Él, desaparecida la única brújula de su vida, se abandonó a la placidez de la inmovilidad. Tumbado en la hamaca del porche, apenas se alejaba unos pasos para orinar, recoger frutas caídas y beber un trago de agua del depósito de lluvia. Los vecinos le llevaron vitaminas para mejorar el ánimo, amuletos contra la pereza mortal y aguardiente del que resucita a los muertos. Pero solo consiguieron que le creciera una exuberante barba donde anidaban los petirrojos.
   Ni siquiera Don Evaristo logró convencer a aquella maraña de pelo y plumas con su labia pastoral:
―Hijo, Dios no nos creó para vegetar como patatas. Levántate y anda.
―Padre, aún no estoy muerto. Ahórrese los milagros.
   Le abandonaron a su suerte.
   Años después, el pueblo se enriqueció gracias al célebre paraje capilar, paraíso ornitológico único en el mundo, surgido de sus fincas.

Versión 3D de Ramiro 



El veterinario
   Cogió el bocadillo y se despidió de su mujer hasta el día siguiente con un suspiro de resignación. Odiaba dejarla allí sola. Roque de Jero había avisado para inseminar tres vacas, la cerda y hasta había encontrado un semental para la Torda: tenía por costumbre sincronizar los celos para ahorrarse visitas.
   Al salir, miró de reojo las grietas de la fachada que cada martes amanecían arañando cinco centímetros más la estructura de la casa: la hostilidad de aquella tierra con él resultaba dolorosa.
   La granja estaba a menos de cinco kilómetros, pero dio un rodeo para coger semilla de Duroc. Repasó mentalmente el botiquín  de contingencias: llevaba de todo. Desde lejos vio humear la cuadra. Ya no intentaba explicar científicamente aquel metabolismo prodigioso: aceptaba la feracidad del valle como un desafío más de la vida. Aparcó el todoterreno y la algarabía de niños celebrando su llegada arremolinó su frustración.
  Roque condujo al macho hasta el cercado donde la yegua burbujeaba en violeta. Él anotó escrupulosamente la hora de la monta y calculó el parto para las nueve de la mañana. Después las vacas, de cuyos cuernos brotaba un vapor amarillento que indicaba que estaban preparadas: las  inseminó. Parirían de madrugada. De la cerda emanaba una nube rosada: introdujo el catéter y calculó que daría tiempo justo para tomar el café con bizcocho de costumbre antes de ponerse manos a la obra y garantizar que aquellas criaturas nacieran sin problemas.
  Quizá debería rendirse y empezar a considerarlas como hijos.


Relatos incluidos en el recopilatorio homenaje a Gabo de Ojos Verdes Ediciones



viernes, 5 de agosto de 2016

Amanece metropolis



Hibernar


La sonrisa de piedra acaba por deshilacharse tras horas hilvanada en sus labios callados y tristes. Llorar no teje corazas, gritar no proyecta escudos. Sólo el silencio  aísla el cobre del corazón cuando el cansancio y el dolor se  vuelven insoportables. Escarchar la voluntad y el pensamiento, bloquear el tiempo, emborronar los colores se convierten en gestos vitales que permiten acariciar la paz.
Fingir no resuelve nada, pero ahorra explicaciones, como el frío que desborda la mirada y congela las palabras, aunque las cuchillas del recuerdo desgarren la garganta.
Para seguir flotando se sirve una copa de lo que sea: lo importante es tener un cristal al que aferrarse y que diluya su mueca. Debe bordear el desánimo como si fuera transparente y no existiera, como si no trazara cadenas de corrosión irreversible en la mente. Abrazar otros fuegos que devuelvan la tibieza a su alma, volver los ojos a las rocas que jamás se transforman en pantano traicionero. Amar la bruma que desdibuja lo prescindible, lo que agota la energía, lo que hiere, lo que no la merece.
La lección está aprendida. Ha besado todas sus cicatrices desordenadas, sin cronología, como si fueran una sola, para incorporarlas a la epidermis de su ser. Ha dejado de sangrar, de derramar esencias vitales, de fluir por los demás.
No sospecha que de sus pupilas mates, de sus rizos muertos, de su rostro cansado, de su insondable vacío sin ecos ni destellos, de su parquedad y ligereza recién estrenadas, su espíritu ha huido desconcertado.
No imagina que ya no la reconocen, que al dejar de derrocharse para volcarse en sí misma se ha vuelto invisible para el mundo.
Que no es ella la que ha perdido, sino los demás.
Aún no sabe que, cuando lo comprenda, llegará otra primavera.