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viernes, 2 de abril de 2021

Virginia

  La descubrí por casualidad. Estaba camuflada con la corteza de una pseudoacacia chupando las flores de pan y quesito. Movía los labios como si le contara al árbol un secreto. Desde entonces convertí el reto de buscarla en mi pasatiempo preferido. A veces la divisaba sumergida entre las margaritas,  vestida de blanco y amarillo. Otras, completamente de negro, como  prolongación de la sombra de un muro, o de azul y verde, fundiéndose con la orilla del lago. Su habilidad para pasar desapercibida me fascinaba. Nunca observé que tuviera compañía ni hablara con nadie.

Dibujo de Paloma Casado
  El día que, de gris piedra, se difuminaba con un banco en el que estuve a punto de sentarme, decidí hablarle. De inmediato, su rostro se volvió grana como la sangre. Se levantó azorada y corrió hacia un arriate de rosas rojas desde el que me miró de reojo. Lamenté haber provocado aquella reacción, traté de acercarme para pedir disculpas y fue peor: huyó de mí dejando un surco cada vez más profundo en el suelo, hasta que la tierra, por fin, se la tragó.

  Nunca volví a encontrarla. Pero a veces acaricio el tronco donde la vi por primera vez suplicándole que me desvele su nombre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Relato presentado a la tercera convocatoria de Esta Noche te Cuento 2021, inspirada en la vergüenza y la confusión (ENTC )


Amanece metrópolis

 Justicia poética

  Recuerdo con nostalgia a Olaf, el vagabundo del carromato rojo que ofrecía delicias y conocimientos en la plaza, cada quince días, a cambio de unas monedas. La gente hacía cola para probar sus cristales de limón, la  espuma de mantequilla, su crema de regaliz, o para que les adivinara el presente en la arquitectura de las nubes o les preparara un bálsamo de clorofila y mostaza para las llagas del alma. Todo a precio de voluntad, que solía ser espléndida porque con aquellos ojos azules enormes, su acento exótico  y su sonrisa luminosa cautivaba a cualquiera. Los niños disfrutábamos además, como si fuera fiesta, del placer de acariciar a su enorme perro ruso sin miedo y, si había suerte, de la felicidad de montar por turnos durante unos minutos sobre el burrito zamorano.

  Un recuerdo hermoso y emocionante, de esos que dibujan una sonrisa secreta y dejan un regusto a alegría antigua, a orgullo de haber saboreado aquellos tiempos, imposibles ya de recrear, antes de que la civilización decidiera borrar la incómoda existencia de cualquier modo de vida anárquico.

  El vagabundo, acusado de insalubre por Sanidad, de defraudador por Hacienda, de  competencia desleal por la franquicia de una multinacional de golosinas, de maltratador por las asociaciones animalistas, de estafador por las de consumidores, de maleante indocumentado  y sin permisos por la policía, de peligro público, se tenía por amable y encantador antes de que la gente empezara a rechazarle por zarrapastroso, por extranjero, por hippie, por comunista, por ateo, por embaucador, por culpable de cualquier cosa que sucediera, o no, durante sus visitas.

  Su carromato, destartalado y descolorido, estuvo parado mucho tiempo en un desguace antes de que alguien lo rescatara para un museo. El burro terminó sus años en algún santuario de animales. El perro ruso acompañó fiel a su amo a pedir limosna y dormir en la calle hasta que murió de viejo. Solo entonces aceptó Olaf pasar las noches en el albergue municipal que no admitía mascotas. Sus ojos, ya sin brillo, se apagaron en pocos meses y nadie reclamó su cuerpo.

    Hoy, algún nostálgico como yo ha decidido dedicarle una estatua en la misma plaza donde trataba de ganarse la vida. Los  niños la sienten ajena, como de cuento, y miran con curiosidad al asno, al carromato, al perro de bronce y a una figura humana que señala  las nubes, con un cucurucho de papel en una mano y una sonrisa en el rostro.

Mi abuelo con mi padre en la Plaza de Oriente (1941)
                                                                     

 

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