La enfermera
No celebraré jamás que se repita el día en el
que fui consciente de haber llegado
tarde al mundo. Ese día que te vi por primera vez y los sarmientos de mis manos
rebrotaron con tu fresco alboroto y tu risa líquida, el día que mis bolsillos
llenos de aire se inundaron de vana ilusión. Desde entonces me llueves y yo no
tengo paraguas, y duele la humedad de mis inviernos, pero aún más el deseable
calor de tus pocas primaveras.
No, no quiero sentirme feliz por el paso de
los años que en ti aún salpican destellos dorados y a mí me inundan de plata.
Conmemorar haberte conocido sería como festejar
el principio de mi ruina como hombre. No sé saborear la delicia de momentos
intocables, ni empaparme de felicidades intangibles. No sé no poseerte. No sé
reconocer mi lugar, ni la realidad, ni los límites. Solo sé que, aunque tú me
recuerdes con alegría aquella trampa de la vida que nos reunió y te empeñes en traerme
pasteles o algo para brindar, cada ocho de mayo maldigo tu existencia con todos
los harapos de mi alma y ahogo un llanto de amargura por la crueldad de este
amor anacrónico que me corroe.
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