Las noches de Eva

Lo cierto es que había probado a escuchar música excitante y
de relax, leer poesía y tratados de
leyes, el ábaco de rebaños enteros y la disección de problemas, respiraciones, infusiones
de valeriana, café, yoga, ajedrez, la leche templada con miel y la coca cola, hacer
el amor y no hacerlo, tomar anfetaminas, fumar amapolas, ver el telediario,
contar estrellas, protegerse de los rayos directos de luna… No encontró nada
que afectara a su ciclo onírico. Así que ella aceptaba su peculiaridad y
programaba su vida en función de lo previsible.
Pero había gente que ponía nombres inquietantes y tenebrosos
a esa alternancia de éxtasis y espanto, maldita creencia de que nada en este
siglo podía estar sin etiquetar, ni siquiera lo más natural. Y Eva empezó a
preocuparse.
Se amuralló en que no era normal, que estaba enferma, que su
problema era grave, que no había medicina para ella, que no era de este
planeta, que era un ser indeseable, inestable, imperfecto, imposible. Que se
iba a volver loca, a morir o algo peor, si es que lo había.
Dejó de salir y hablar, de comer, de vivir, casi de
respirar. Cargó con toda la culpa del mundo y se enredó en la espiral oscura,
que se hizo eterna y la absorbió. Ni siquiera se dio cuenta de que por fin
todas sus noches eran iguales, de que ya no había días felices ni alternancia,
de que la gente había buscado un nuevo nombre para referirse a ella.
De que, en realidad, Eva había desaparecido.
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