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jueves, 2 de noviembre de 2017

La Catrina


  Trepaba por el amanecer persiguiendo la luz a través de neblinas oscuras, aferrando la incipiente mañana, tratando de adivinar dónde estaba y, sobre todo, quién era. Seres incorpóreos tironeaban desde sus pesadillas,  susurrándole imágenes perturbadoras que intentaban interrumpir su despertar. Rebautizarse cada día, para no caer en la espiral tentadora de irrealidad que amenazaba con succionarle, era un rito imprescindible para conjurar sus terrores. Cada noche, sin embargo, se entregaba agradecido a la inconsciencia que borraba el cúmulo de angustia vital. 

  Y así, su existencia flotaba en un caldo espeso que, sin ahogarle, le impedía avanzar. Hasta que una vez soñó con ella: desde entonces,  hallarla fue su esperanza.

  La encontró por fin una tarde a principios de noviembre, precedida por un gato negro que marcó su destino enredándose entre sus piernas. El golpe en la nuca contra el suelo de aquel callejón de Ciudad de México fue el beso que ella había escogido para concederle la ansiada libertad.

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