Anancastia
Aparca el carrito en un lateral de la cabecera de refrescos,
para no molestar, y se sienta en el suelo desalentada, con la espalda apoyada en
las gaseosas de oferta.
No encuentra el tomate frito.
Trata de recordar en qué sección lo tenían la última vez,
pero es incapaz: ni en pastas, legumbres y arroces, ni en conservas, ni en
salsas y aperitivos... una nube espesa impide que la imagen sea clara ¿Quién
demonios organiza allí las cosas?
Mira a su alrededor, perdida, buscando un uniforme verde y
naranja entre el gentío que pueda orientarla. Pero un sábado por la tarde es
poco menos que misión imposible. Cierra los ojos y hace un repaso mental del
resto de la lista. Los abre angustiada al darse cuenta de que tampoco ha visto
el parmesano para gratinar.
Los domingos toca lasaña gratinada. Con parmesano.
Siente que se ahoga. Trata de respirar profundamente para
calmarse. Lo primero es levantarse de allí. Aunque nadie le ha preguntado si le
pasa algo, varias personas la han mirado con cara rara e, incluso, con
desprecio. Hace un esfuerzo por aclarar esa extraña bruma y centrarse en sus
objetivos.
Tomate. Queso. Lasaña. Domingo.
Mamá.
No, no… ¡No!
Lleva toda la vida siguiendo las
normas que su madre consideraba intolerable no cumplir. Se queda anonadada cuando
una voz interior grita plantando cara al rígido esquema incrustado en su vida:
¡Compra arroz y haz una paella, como la gente “vulgar”! ¡Te mueres por hacerlo!
Sus piernas reviven, su corazón se
aligera. Se pone en pie y corre por los pasillos hacia la pescadería. De reojo ve
la estantería del tomate, donde siempre había estado y algo dentro de ella le
había impedido ver. El queso también está en su lugar habitual, junto a las
pizzas, pero no se detiene.
Ilusionada como una niña se
relame pensando en gambas y berberechos, en pimiento rojo y habas, en
mejillones y calamar.
Y no volverá a lavar toda la ropa
de los armarios cada tres meses. Ni a sacar brillo a los espejos con ocho
movimientos circulares de la manopla azul, ni a ordenar la despensa por
colores, ni a comprobar cuatro veces que ha echado la llave cada noche, ni a encender
velas en cada esquina para espantar a los espíritus del desorden, ni a poner la
lavadora todos los martes, limpiar las ventanas los jueves, hacer lentejas los miércoles…
Su madre jamás se enterará.
Entre otras cosas porque hace
cinco años que decidió morirse dignamente un viernes de Dolores y ser enterrada con cinco ramos de
crisantemos blancos dispuestos en semicírculo sobre un ataúd de caoba forrado
en seda azul, como tenía planificado.
Después de pagar, su mano
tiembla. Ha estado a punto de meter los billetes doblados en el compartimento
de las monedas en vez de estirarlos perfectamente en su lugar en la cartera.
Pero quizá sea demasiada
insumisión para un solo día.
http://amanecemetropolis.net/anancastia/