El maestro
Aunque hacía años que no tenía obligación ni motivos para visitar aquel edificio, seguía acudiendo tres veces por semana a escuchar los ecos de las risas, las cantinelas y la tabla del ocho que aún rebotaban por las paredes, dejar comida a los ratones a cambio de que siguieran respetando el diccionario y los mapas, contar las arañas para desalojarlas si se habían multiplicado en exceso y borrar de la pizarra los deberes que ya nadie hacía para escribir otros nuevos. Después, se sentaba sobre los pupitres de los mayores para impartir una clase magistral al esqueleto de plástico que fijaba en él las cuencas vacías desde la esquina, impasible, arropado por algún alma caritativa con la bata roída del antiguo bedel.Había engrasado la puerta principal para que no chillara como un gato reumático al abrir, por eso no les oyó entrar.
Puso las flores frescas que había recogido esa mañana en el jarrón de la mesa de los profesores, como a ella le gustaba, y cerró los ojos para invocarla, risueña, recitando el abecedario a los más pequeños mientras él la miraba de reojo y perdía el hilo de la explicación de las ecuaciones de segundo grado.
Al abrirlos de nuevo, su viejo corazón hizo una cabriola: un niño de piel oscura y una niña con trenzas de colorines que jamás había visto por el pueblo le observaban con curiosidad. Al sentir la mirada de aquellos ojos enormes y tristes, llenos de preguntas y ávidos de respuestas, una llamita caldeó su alma.