
La pasta color frambuesa del cuaderno de gusanillo que se
cerró de golpe quebró la sobriedad del escritorio. Mamá prorrumpió en lamentos
y disculpas, jurando a la directora que en casa no me inculcaban tales ideas,
que sabía que no era sana mi obsesión por leer tanto en vez de jugar, que me
llevaría a un psicólogo.
Las voces se convirtieron en un ruido informe.
El despacho se había vuelto tan oscuro que busqué algo de luz en el ventanal. Una paloma se posó en el alféizar y comenzó a zurear. Quise imaginar que había venido a apoyarme y agradecer mi alegato sobre su especie. Me acerqué al cristal y, olvidando dónde estaba, así la manilla para abrir. Me senté a su lado y apenas se inmutó, pero después de unos segundos aleteó y bajó planeando al patio. Me fascinó su elegancia y fluidez. Oí los gritos, lejanos, ajenos. No niego que quisiera huir de allí.
Tampoco que quizá se me estaba pasando por la cabeza echar también a volar.
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