No se reconocía en ninguna de aquellas fotos sepia, ni en las
de blanco y negro, ni siquiera en las de color. Escrutó ansiosamente todas las
caras encerradas en el grueso álbum, buscándose desesperada.
No era aquel bebé con encajes, no era aquella niña con vestido
de organza. No era la colegiala uniformada de gris, ni la joven vendedora de la
foto de empresa: no aquella novia radiante, no aquella madre sonriente, ni la
mujer madura que aparecía en diversos paisajes y escenarios. Ni siquiera esa
abuela que soplaba las velas rodeada de gente con gorritos de papel.
Los años habían volado, pasando de puntillas por su vida,
sin dejar rastro de su verdadera imagen.
Con un bufido lanzó al suelo aquella historia ajena y miró el espejo del tocador. Ella seguía allí,
dentro, asomada a sus ojos, devolviéndose la mirada.
Buscó papel y lápiz en el escritorio y comenzó a garrapatear
febrilmente. Tenía pendiente hacer el único retrato fiel de si misma y de su
paso por la vida. Y no sólo el tiempo jugaba en su contra.