«El macabro espectáculo de los muñones
en sus patas rosadas es tan habitual que merma la sensibilidad de la gente y
anula su compasión. Es el reflejo de la enfermedad del hábitat, de la crueldad
del cemento y el ladrillo, de la pérdida
de perspectiva. Es el precio por compartir espacios con seres que ni aceptan ni compiten,
simplemente masacran…»
La pasta color frambuesa del cuaderno de gusanillo que se
cerró de golpe quebró la sobriedad del escritorio. Mamá prorrumpió en lamentos
y disculpas, jurando a la directora que en casa no me inculcaban tales ideas,
que sabía que no era sana mi obsesión por leer tanto en vez de jugar, que me
llevaría a un psicólogo.
Las voces se convirtieron en un ruido informe.
El despacho se había vuelto tan oscuro que busqué algo de luz en el ventanal. Una paloma se posó en el alféizar y comenzó a zurear. Quise imaginar que había venido a apoyarme y agradecer mi alegato sobre su especie. Me acerqué al cristal y, olvidando dónde estaba, así la manilla para abrir. Me senté a su lado y apenas se inmutó, pero después de unos segundos aleteó y bajó planeando al patio. Me fascinó su elegancia y fluidez. Oí los gritos, lejanos, ajenos. No niego que quisiera huir de allí.
Tampoco que quizá se me estaba pasando por la cabeza echar también a volar.
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