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viernes, 12 de junio de 2020

Salomé


  A veces presiento tras la ventana la sombra turbulenta de la fábrica abandonada, de su esqueleto de chimeneas erectas que me hacen pensar en el día que la rescaté. Habíamos quedado Antolín, Felipe, Roque y yo en el viejo almacén de bobinas. Allí, tras un bidón vacío, escondíamos las revistas y los cigarros, y pasábamos las horas explorando juntos la supuesta hombría bizarra de los quinceañeros.
  Ese sábado, Felipe, cansado  de inspirarse con el manoseado papel couché de siempre, sacó la foto del bolsillo. Esa foto en la que papá te abrazaba en la playa, ambos erizados y mojados de mar. Quizá se la diste tú, jamás pregunté cómo la había conseguido. Le pegué un puñetazo chorreante de rabia, se la arrebaté y salí corriendo. Aquella tarde perdí un amigo y quedé como defensor de un honor familiar que me importaba un carajo.  
  Años después , cuando padre solo es un montón de cenizas y tú ya ni me hablas,  aunque madre se suicidara por culpa de  vuestra traición, aunque tiempo atrás recortase tu cuerpo de sirena y lo pegara junto al mío, aquí sigo, atormentado por la inmortalidad de ese abrazo que jamás logré que me dieras a mí.



Relato presentado a la cuarta convocatoria de Esta Noche te Cuento 2020, inspirada en  la fotografía (https://estanochetecuento.com/14-salome/ )

Amanece metrópolis


TOQUE TRADICIONAL
   Lo supo cuando, al abrir la olla del rape en salsa de frambuesa, aparecieron flotando cinco garbanzos. Su estómago y su estética culinaria se rebelaron ante el sabotaje. Aun así se  negó a admitir la certeza de su corazonada y repasó  los ingredientes de la receta persiguiendo el rastro de alguna contaminación lógica. Por supuesto,  no era aquella su procedencia.
   Los extrajo con cuidado, los olisqueó y los pinchó con el tenedor.  Estaban en su punto, como no podía ser de otra manera. Se dejó caer sobre una silla otra vez derrotado y olvidó el rape, las frambuesas y la cena que debía preparar.
   Imploró piedad al espíritu de su abuela. Aquella mujer fuerte y dicharachera que perfumaba la casa de aromas apetecibles para alimentar el alma de todos: horneaba tartas de fruta cuando rondaba la infelicidad, espantaba las lágrimas a base de rosquillas, preparaba potajes a fuego lento para los ánimos tensos, y los días grises, hacía sopa de pescado o lentejas con chorizo porque aseguraba que el calor de la barriga derretía la escarcha del cerebro.  La mujer que había renegado de que un hombre quisiera ser cocinero y de la irreverente cocina moderna. Esa mujer socarrona que enredaba invisible entre sus cazuelas para atormentarle. O tal vez para evitar que olvidara de quién había aprendido sus mejores recetas.

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