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sábado, 21 de noviembre de 2020

Catarsis

 


  Ella amaba el mar. No este, sino el de antes. El mar azul y limpio que olía a sal, el de espuma blanca y lleno de vida plateada. El que escocía en los ojos y restregaba el alma hasta pulirla.

  A veces lo pintaba para mí, mezclando índigos y esmeraldas con ojos soñadores. Cuando perdía vitalidad y empezaba a hacerse transparente, mi padre la llevaba a sus orillas para que se impregnara de energía.

  Ella me enseñó a amarlo. Por eso me apuñalan su hedor a cadáver, su gris desvaído, sus olas cobardes, esa costra impura que devora las playas y sedimenta en las rocas como un sarro nauseabundo.

  La cofradía alberga una incineradora  incansable, los pesqueros descargan basura en la antigua lonja  entre el silencio de las gaviotas. Desde el espigón, unos niños hambrientos lanzan sus anzuelos. Rescatan tesoros extraños que luego venderán. De vez en cuando sacan un mújol verdoso.  Expectantes, lo destripan para ver qué contiene y tiran al agua el pescado contaminado. El último había ingerido un smartphone de los años veinte lleno de valiosos elementos reciclables.

  Y al fin surgen: las deseadas lágrimas de nostalgia, las que saben a aquel mar. El que ella amaba.

 

Relato presentado a la séptima convocatoria de Esta Noche te Cuento 2020, inspirada en  los paisajes y escenarios (https://estanochetecuento.com/19-catarsis/)

viernes, 20 de noviembre de 2020

Amanece metrópolis

 

Pigmentos

   Parecía magia y los expertos, atónitos, no sabían si atribuirlo a tecnologías holográficas o a un efecto óptico. Y es que mis cuadros eran diferentes. Expuestos al sol, mis bosques y plantas crecían y florecían hasta parecer junglas y perderse más allá del marco.

  Por fin había conseguido la fama, tan deseada, y pude cambiar por un amplio y luminoso estudio el oscuro desván en el que había estado a punto de ahorcarme.  Cegado por el brillo del éxito, caí en la ambición.

  Comencé a experimentar mi técnica secreta, con la que lograba que en mis verdes persistieran las propiedades de la clorofila, con otros colores. Trabajé en un amarillo que, utilizado en soles y lumbres, calentaba cualquier estancia. Conseguí un azul imposible que se evaporaba a la luz: de mis mares surgían nubes de convección, mis cielos se volvían grises y descargaban lluvia sobre los paisajes.

   Pero con el rojo todo se complicó. Los atardeceres acababan fundiendo la imagen en negro, las fresas se pudrían, fluía la sangre dando vida a los personajes. Se escuchaban  latidos de corazón. 

  La gente empezó a rechazar mis obras alegando todo tipo de razones: miedo, asco, fraude.  Mis lienzos se quedaban desiertos, con escenarios vacíos, o inundados, o invadidos por la vegetación. Personas y animales escapaban de ellos y se escondían entre los muebles asustando a los compradores, propiciando pequeños desastres, anidando en las alfombras como una plaga imposible de combatir. Los marchantes me evitaban. Mi fama cambió de signo. Dejé de pintar.

  Arruinado, me arrasó la desesperación más negra. La fui acumulando en cubos. Y, una noche sin luna, decidí vengarme del mundo cubriendo con ella toda la ciudad para robarle el amanecer.


 

 

Relato reciclado y retocado  http://amanecemetropolis.net/?p=44268