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lunes, 15 de abril de 2019

Desconexión



    Mi abuela  sostenía que las nuevas generaciones eran una involución de la especie, que cada vez éramos más tontos, más aborregados, más inconscientes, más conformistas. Que eso de la inmediatez nos había congelado los instintos, que ya no había principios, idealismo ni ilusión. Que el mundo se iba al carajo lleno de basura por culpa de ladrones de guante blanco que acumulaban riquezas abstractas a costa de manipular a pobres descerebrados. Se echaba las manos a la cabeza cuando le contábamos que existían grupos inverosímiles como los terraplanistas, antinatalistas o conspiranoicos. 
   
    La abuela no sabía usar las tecnologías, pero había leído mucho y decía que la verdadera información estaba en los libros y en el sentido común.  A veces nos convocaba en la biblioteca y nos animaba a explorar los tesoros que allí guardaba. Juro que por aquel entonces aún había palabras escritas en ellos. Es cierto que nadie volvió a entrar allí después de su muerte y que la costumbre de leer papel se perdió para siempre. Me gusta pensar que sus ojos absorbieron la tinta al mismo tiempo que los conocimientos. No encuentro otra manera de explicar que hoy, cuando más respuestas necesitamos, solo queden páginas en blanco.



Relato presentado a la tercera convocatoria de Esta Noche te Cuento 2019, inspirada en el color blanco (https://estanochetecuento.com/desconexion/)

viernes, 12 de abril de 2019

Amanece metrópolis



Las noches de Eva

 Los días que la vida se empeñaba en astillarle el corazón, soñaba en subjuntivo. Despertaba renovada, chorreando ilusiones, con chispazos de vida entre los dedos capaces de iluminar a cualquiera. Por la noche se metía a la cama cansada, feliz, con hermosas imágenes burbujeando en el cerebro y los brazos agotados. Entonces las pesadillas se cebaban con su luz, engulléndola como el chotacabras a la luciérnaga. Y caía en una espiral oscura de pánico que ahumaba de gris el siguiente amanecer.
 Lo cierto es que había probado a escuchar música excitante y de relax, leer poesía y  tratados de leyes, el ábaco de rebaños enteros y la disección de problemas, respiraciones, infusiones de valeriana, café, yoga, ajedrez, la leche templada con miel y la coca cola, hacer el amor y no hacerlo, tomar anfetaminas, fumar amapolas, ver el telediario, contar estrellas, protegerse de los rayos directos de luna… No encontró nada que afectara a su ciclo onírico. Así que ella aceptaba su peculiaridad y programaba su vida en función de lo previsible.
 Pero había gente que ponía nombres inquietantes y tenebrosos a esa alternancia de éxtasis y espanto, maldita creencia de que nada en este siglo podía estar sin etiquetar, ni siquiera lo más natural. Y Eva empezó a preocuparse.
 Se amuralló en que no era normal, que estaba enferma, que su problema era grave, que no había medicina para ella, que no era de este planeta, que era un ser indeseable, inestable, imperfecto, imposible. Que se iba a volver loca, a morir o algo peor, si es que lo había.
 Dejó de salir y hablar, de comer, de vivir, casi de respirar. Cargó con toda la culpa del mundo y se enredó en la espiral oscura, que se hizo eterna y la absorbió. Ni siquiera se dio cuenta de que por fin todas sus noches eran iguales, de que ya no había días felices ni alternancia, de que la gente había buscado un nuevo nombre para referirse a ella.
 De que, en realidad, Eva había desaparecido.