Trepaba por el amanecer persiguiendo
la luz a través de neblinas oscuras, aferrando la incipiente mañana, tratando
de adivinar dónde estaba y, sobre todo, quién era. Seres incorpóreos tironeaban
desde sus pesadillas, susurrándole imágenes perturbadoras que intentaban
interrumpir su despertar. Rebautizarse cada día, para no caer en la espiral
tentadora de irrealidad que amenazaba con succionarle, era un rito
imprescindible para conjurar sus terrores. Cada noche, sin embargo, se
entregaba agradecido a la inconsciencia que borraba el cúmulo de angustia
vital.
Y así, su existencia flotaba en un
caldo espeso que, sin ahogarle, le impedía avanzar. Hasta que una vez soñó con
ella: desde entonces, hallarla fue su esperanza.
La encontró por fin una tarde a
principios de noviembre, precedida por un gato negro que marcó su destino
enredándose entre sus piernas. El golpe en la nuca contra el suelo de aquel
callejón de Ciudad de México fue el beso que ella había escogido para
concederle la ansiada libertad.
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