Clepsidra
No había huellas de frío en su mirada, ni en sus recuerdos, ni entre sus
manos. Todo en él era cálido y caoba. Nadie sabía por qué estaba allí,
tan lejos de su origen, tan desarraigado, tan digno de compasión: solo
sabíamos su nombre.
El cielo morado prometía nieve sin tregua: los armarios ya se habían
vaciado de gorros, bufandas y guantes. Sin embargo, Bahij apenas cubría
su cuerpo con una túnica de vivos colores.
Había aparecido un día en el parque, cuando los primeros carámbanos
llenaron de puntillas los columpios. Pasó una tarde, para regocijo de
todos, mirándolos, tocándolos, chupándolos, derritiéndolos entre sus
dedos. Cuando el lago se congeló, le vimos tumbarse encima como si
nadara, bailar patinando desde la orilla hasta el centro, tratar de
cortar el hielo con un machete que, rápidamente, la policía le requisó.
Con la primera nevada su sonrisa iluminó el barrio. Canturreando en un
idioma extraño, capturaba con un pañuelo naranja los suaves copos que
flotaban en el aire congelado de la mañana y los metía en un frasco de
cristal. Nos reímos mucho, porque no imaginábamos la clase de tesoro que
eran para él.
Aquella misma noche se esfumó tal y como había venido: sin ruido. Su
recuerdo quedó enterrado en nuestra infancia, como tantas cosas.
Años después, durante un viaje por África para recopilar datos sobre el
calentamiento global, aquella singular imagen de Bahij resurgió de mi
memoria. Fue al escuchar la leyenda del hombre que, sembrando los campos
con un tarro de espuma de agua traído del lejano norte, logró una
prórroga vital para su poblado, condenado a la sequía por el cruel reloj
del dios de la lluvia.
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Lindo
ResponderEliminarGracias barquito ;)
EliminarCada dia escribes mas bonito. Feliz nuevo año. Besos.
ResponderEliminarBonito tú. Feliz año a ti también y besos.
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