Dibujo de Celtia Martín |
Designios
inescrutables
A Ramiro la desidia
no le dejaba vivir. Mientras su madre aún gobernaba la casa con mano práctica al
menos comía con regularidad y mantenía una mínima higiene, aunque no lograra
conservar ningún trabajo.
Pero cuando ella,
cansada de la realidad, se evadió por los laberintos de su mente, fue el fin.
Ramiro no era capaz
de alimentarla y asearla, así que una tarde de verano, en un arrebato de
lucidez, se coló por el desagüe de la ducha intentando aliviar su pestilencia.
Celebraron el funeral en el río tras calcular que el cuerpo pasaría flotando junto
al embarcadero sobre las doce del día siguiente, como así fue.
Él, desaparecida la
única brújula de su vida, se abandonó a la placidez de la inmovilidad. Tumbado
en la hamaca del porche, apenas se alejaba unos pasos para orinar, recoger
frutas caídas y beber un trago de agua del depósito de lluvia. Los vecinos le
llevaron vitaminas para mejorar el ánimo, amuletos contra la pereza mortal y
aguardiente del que resucita a los muertos. Pero solo consiguieron que le
creciera una exuberante barba donde anidaban los petirrojos.
Ni siquiera Don
Evaristo logró convencer a aquella maraña de pelo y plumas con su labia
pastoral:
―Hijo, Dios no nos creó para vegetar como patatas. Levántate
y anda.
―Padre, aún no estoy muerto. Ahórrese los milagros.
Le abandonaron a su
suerte.
Años después, el
pueblo se enriqueció gracias al célebre paraje capilar, paraíso ornitológico
único en el mundo, surgido de sus fincas.
Versión 3D de Ramiro
Versión 3D de Ramiro
El veterinario
Cogió el bocadillo
y se despidió de su mujer hasta el día siguiente con un suspiro de resignación.
Odiaba dejarla allí sola. Roque de Jero había avisado para inseminar tres
vacas, la cerda y hasta había encontrado un semental para la Torda: tenía por
costumbre sincronizar los celos para ahorrarse visitas.
Al salir, miró de
reojo las grietas de la fachada que cada martes amanecían arañando cinco
centímetros más la estructura de la casa: la hostilidad de aquella tierra con
él resultaba dolorosa.
La granja estaba a
menos de cinco kilómetros, pero dio un rodeo para coger semilla de Duroc. Repasó
mentalmente el botiquín de
contingencias: llevaba de todo. Desde lejos vio humear la cuadra. Ya no intentaba
explicar científicamente aquel metabolismo prodigioso: aceptaba la feracidad
del valle como un desafío más de la vida. Aparcó el todoterreno y la algarabía
de niños celebrando su llegada arremolinó su frustración.
Roque condujo al
macho hasta el cercado donde la yegua burbujeaba en violeta. Él anotó
escrupulosamente la hora de la monta y calculó el parto para las nueve de la
mañana. Después las vacas, de cuyos cuernos brotaba un vapor amarillento que
indicaba que estaban preparadas: las
inseminó. Parirían de madrugada. De la cerda emanaba una nube rosada: introdujo
el catéter y calculó que daría tiempo justo para tomar el café con bizcocho de
costumbre antes de ponerse manos a la obra y garantizar que aquellas criaturas
nacieran sin problemas.
Quizá debería rendirse y empezar a considerarlas como hijos.
Relatos incluidos en el recopilatorio homenaje a Gabo de Ojos Verdes Ediciones
Hola Eva
ResponderEliminarPorfa, entra en contacto conmigo cirujanosdeletras@blogspot.com mail ponfiel@gmail.com quiero hablar contigo de un tema, que espero te guste.