Rigores
Antonio Ramírez Martín, Alnus glutinosa, antiguo Tamaris,
rigor mortis, autopsia, dictamen, muerte por suspensión, neoplasia maligna.
No estaba en tu piel, ni en tu cabeza: cómo voy a juzgar si
fuiste valiente o cobarde. Solo sé que, al parecer, no estuve a tu lado cuando
más me necesitabas. O quizá pensaste que yo ya no te necesitaba a ti. Tantos eufemismos
y precisiones, Toni, no evitan el dolor, ni borran el sabor a traición sin
despedida, ni la imagen de tu barba contra el pecho, ahorcado de aquel aliso
junto al Tambre. Ni el terrible diagnóstico que no compartiste conmigo.
Versos de verano
Robar una pluma al padre Nicanor es la primera prueba. La
segunda es conseguir del secreter de María papel rosado de carta. La tercera, tomar
prestado el atomizador de la abuela para perfumarlo. Se podría decir que la
cuarta es soportar ese aroma intenso sin marearse mientras intentamos componer un poema que convenza a
Don Emilio de que una tal Blanca Flórez le sigue amando. El premio es ver cómo esos seres diminutos, esas letras
garrapateadas al desgaire por un falso pulso trémulo, le sumen en un trance tan
profundo que se olvida de nosotros y nuestras lecciones durante toda la bendita
tarde.
Los peces rotos
Por alguna estúpida razón no podía desprender la mirada de
los restos de aquel sonajero marino de colores, de sus aletas y escamas, de sus
ojos grandes. El silencio se había adueñado de su cabeza como un mecanismo de
defensa de la cordura. La inmovilidad le hacía sentir más cerca del posible
sueño, ése que deseaba como jamás había deseado nada. Pero ningún pellizco le
despertó: era sangre, eran gritos, era espanto. Era terror. Era jueves, era once, era un caos. Era el andén
de Atocha.
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Juegos
A Luis no le daban asco y, cuando venía, les ataba cordeles
alrededor del tórax como si fueran sogas de seguridad. Así controlábamos mejor a
las cucarachas en las carreras entre las baldosas de la acera y se frenaban en
el bordillo tirando del hilo. Si no estaba él, nos conformábamos hostigándolas
con ramitas, aunque entonces algunas aterrizaban bocarriba en el asfalto y
agitaban con angustia las extremidades.
Me acordé mucho de ellas aquella tarde de viernes cuando,
tras salir de la escuela, los mayores acorralaron a Said hasta el borde del
precipicio. Ese día no había venido Luis.
El albéitar
El tío Antón igual tumbaba a un buey díscolo con un brazo
que curaba perros rabiosos metiéndoles rábanos picantes en la garganta. No
había silla que no reventara, pero tampoco dama que no suspirase por su vigor.
Y aunque, cuando lo de Rosita, hubo un tiempo en que los demonios líquidos le
sedujeron con sus brillos color caramelo desde el cristal de las botellas,
logró que no escarcharan su cerebro. Y todos nos alegramos de que siguiera sin
haber dedos más dulces a la hora de desenredar cordones, voltear criaturas en
la matriz y acariciar la fuerza de la vida.
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